Agua bendita
—Y que alguno me incluya— agarró mi brazo por el codo y me volteó para que no mirara dónde caería la moneda.
—Es la única moneda del Uruguay que me queda, Patricia.
—Dale, el finde que viene viajamos de vuelta. Vamos a La Pedrera que nos faltó conocer y Raulito insistió tanto que me da un poco de cosita haberle fallado por tu trabajo.
No me soltaba el codo y yo juntaba las rodillas mientras pensaba en el dolor que había sentido aquella vez que Patricia me había dado una patada en la entrepierna porque arrinconé a una chica en la fiesta de su cuñado.
¿Dónde estará esa chica?
*
Patricia siempre fue hermosa. Hermosísima. Desde chiquita con sus ojos verde agua, esos rizos que ni a planchazos se alisaban, las pequitas en las mejillas. Pero no lo disfrutaba. Se tiraba de los pelos con sus amigas porque la llamaban La Reina de la Escuela. La tenía tres bancos delante pero jamás le insinué nada porque a todos los chicos que se le acercaban para decirle algún piropo los cacheteaba humillándolos durante todo el recreo. No, mentira; en el primer recreo te cacheteaba y corría a patadas hasta que tocaba el timbre. En el segundo recreo te humillaba a los gritos con sus compañeritas. Sí. Era odiosa.
No la volví a ver sino hasta 15 años después. Seguía hermosísima... y me recordaba.
*
—Dale, papanata, ¿qué esperás para tirar esa moneda mugrosa?— A mí me gustaba esa cara de asesina aunque a veces se pasaba.
—No me vas a creer; no se me ocurre nada.
Me miró fijo, me achinó los ojos, pensé ya fue y tiré la moneda.
*
Nos juntaron en una cita a ciegas, por esas casualidades, 15 años después de la primaria. Cuando entré al departamento de mi amiga y la vi de espaldas me agarró un escalofrío que me hizo cerrar los ojos. Cuando los abrí estaba ella; su hermosura, su completa humanidad, su rostro tentador y esos ojos, ay, esos ojos. Nunca la había visto tan colorada.
En la cena no aclaramos que ya nos conocíamos. Creo que hicimos bien porque, técnicamente, era cierto; no la conocía. Mi amiga era un fiasco como Celestina. Destacaba nuestros vicios y errores, anécdotas pedorras con ex−parejas y demás boicots porque le parecía divertido. Para mí estaba celosa. A Patricia no le importó. Nos echaron tipo dos de la madrugada porque la nena tosía en su habitación. En el lobby del edificio Patricia sacó las llaves del auto de su cartera y, sin mirarme, preguntó si quería tomar cognac en su casa.
*
—¿Qué pediste?
—Que tu amor sea indondicional.
—Dale, pelotudo, contame.
—Necesito un baño urgente, Pe.
—¿No me vas a decir?
—Dale, dale, vení, vamos...
*
El cognac era una mentira bajísima. No tenía ni cerveza. Su casa olía a sahumerio cítrico pero se adivinaba el olor rancio de la ropa sin lavar. Más allá de quién fuera yo, ella sabía que terminaría encamada. Tenía ganas de cojer y había accedido a la ridícula propuesta de mi amiga para presentarle a su futuro novio porque simplemente necesitaba un revolcón. Así lo pensé, así me estreché. Me metí en el baño, salí con la cara lavada y le dije que había recibido un mensaje de texto de mi madre que decía “URGENTE”. Le expliqué que era su manera de pedir ayuda cuando estaba sin aire y que me hiciera el favor de alcanzarme hasta la estación de tren, donde pasaba el colectivo. Me obligó a mostrarle el mensaje así que le di el celular recién cuando me dejó en la parada.
Me miró fijo un rato largo y empezó a llorar. No hizo ningún tipo de escándalo. Se subió al auto y desapareció; arrancó despacito y dobló en rojo en la primer esquina.
*
—El baño más cercano está a cinco cuadras, en la estación de servicio.
—¿Puede ser posible la reputamadre?
*
Una semana después de la escena “Urgente” me llamó y me pidió que nos viéramos en su casa. No me pude negar. Quería pero no pude. Intelectualmente decía no aunque me temblaban las manos cuando corté el teléfono. Además, ya tenía la moto por lo que no dependía de ella para volverme si veía que peligraba mi humanidad.
Cuando entré un metro en la casa quedé helado. Había pintado las paredes de un naranja suave. En la mesa había dos platos vacíos y unos individuales de madera tallados con enanitos de Blancanieves. Sus sombreritos estaban pintados de verde zarpado. La botella de vino estaba sin abrir y el plato con arroz blanco humeaba; por un momento pensé que me iba a descuartizar en la bañera y servirme de a poquito para otro fato que estaría por llegar, más lindo, exitoso, con rizos como los de ella, un poco de barba, atento lector de Wittgenstein y un miembro considerable. Pero no. Me pidió por favor que no pasara por el baño, por lo menos hasta después de cenar. Sonrió tristemente y cerró la puerta.
*
—¿Me vas a decir que no te podés aguantar?
—¡No puedo más, Patricia!
—Meá en un árbol, papanata.
Hice silencio. Aceleré el paso.
—Mirá, mirá, vamos a esa bacha con canillas. Dale, meá ahí.
—No.
—Dale, no seas, eh.
Me volvió a tomar del codo y me arrastró hasta un lugar lleno de canillas con una bacha gigantesca. Estaba atardeciendo y por este sector no había tantos niños gritando “me meo, me meo, me meo”. Fue un orgasmo. Lisa y llanamente. Vi estrellitas y me bajó la presión. Caminé para apartarme del enchastre que había dejado y, contra un árbol, apoyé la cabeza para distinguir qué tan serio era el ardor en la vejiga. Patricia me abrazó y me besó la oreja.
—Sos un papanata —murmuró dulcemente mientras me besaba.— Ahora más tranquilo me podés decir qué deseo pediste... ¿no?
—No te va a gustar.
—Dale, me vas a decir, sabés.
—Pedí que...
—Sí, mi vida.
—Pedí que empezaras a verte a vos misma, esos ojos verdes, esa mirada, vos. Pedí que te quieras como te quiero yo. Desde siempre, hace años, desde que te conozco. Porque sos tan linda que a veces tiemblo cuando te acercás.
Me soltó y empezó a caminar.
¿La cena? La cena terminó a los tiros.