El que no salta es un inglés (en silla de ruedas) / Invitación: Javier Saleh x Matiu
Como decía el poeta inglés Joseph Abdul Alud (encarcelado por asesinar poetas en Bolivia), «algunos tienen mala suerte y otros tienen mala suerte, hay demasiadas palomas y elefantes, para mi gusto». El caso es que en mi familia todos somos discapacitados: mi hermano nació ciego de nacimiento, ahora ve, pero en el cuarto oscuro votó a Cristina cuando quería poner la lista entera del Partido Humanista; quizás la Reina ganó con este voto de sexo casual y nunca lo supo. Mi mamá, recientemente fallecida, tuvo hemiplejia durante diez años; se ve que nuestra vida ya era tan aburrida que mi vieja le encontró la vuelta, y luego se cagó muriendo en un hospital público o privado. Mi viejo hace quince años que está desocupado, y consideremos la desocupación como una de las más modernas discapacidades, no sólo en Argentina, sino que en Tucumán también, e incluso en Salta, aunque todavía no esté aceptada por la Real Academia, junto con la palabra «desaparecidos» y otras. Y yo, bueno, yo intenté obtener el certificado de discapacidad, pero cuando me preguntaron cuál era mi invalidez respondí: «Escribir», y me sacaron gentilmente a patadas en el culo. La cuestión es que mi hermano sí tiene el certificado, y uno de sus privilegios es poder entrar gratis a un recital con un acompañante, que en este caso sería yo. El recital que viene a cuento era el de los Rolling Stones, una banda inglesa que prometía andar bien hace un par de décadas.
Ya en el lugar y luego de un minucioso cacheo donde los fanáticos pasaban con cuchillos de carnicero y marihuana como para decorar la Casa Rosada entera, nos guiaron hacia el sector denominado -con mucha originalidad y tacto- «Sector Discapacidad». El asunto es que había bocha de hemipléjicos, tuertos, mancos y mucha silla de ruedas. Una de ellas, incluso, volcó antes de ponerse en fila, y un cana anotó el hecho como accidente de tránsito, desorientado por no encontrar el número de patente.
Estaba tan bien organizado el evento, que los que tenían un simple bastón recién comprado o anteojos para sol estaban delante de todos, y nosotros, los verdaderos elegidos del Reino de Dios, estábamos en el fondo. Por supuesto, empezó el recital y nosotros todavía afuera, porque los ingleses sí que son puntuales. Pero así y todo, el té, y el saquito inglés, se lo tomaron los vivos de siempre, los quilomberos del fondo en la primaria, los borrachos inseguros de los boliches, los esquineros del atraco, los que tienen un cigarrillo en la mano porque no saben cómo sostener su existencia, los que se mezclan con las manzanas mediocres para poner en duda el cajón entero. Y tales así, que las manzanas podridas hicieron una avalancha y entraron democráticamente por la fuerza, mientras los boludos de siempre nos quedamos con la silla de ruedas y el certificado en la mano.
A todo esto, un armatoste de seguridad dijo que le dieron la orden de no dejar entrar a ningún lisiado más. Así dijo, «lisiado». Tenía demasiado músculo como para razonar y cara de estar lejos del título de profesor de «especiales» (que es como se debe denominar a los lisiados).Yo, indignado y valiente, cuando se iba, le grité desde atrás escondido entre el grupo de cieguitos: «Vení, lisiado del cerebro, vení que te explico braille». El hurso me identificó, y cuando se disponía a hacer de mí un futuro juntable en cucharita, lo vi retroceder asustado. Me envalentoné pensando que era por mí, que la pensó, je, que supuso que le iba a destrozar la mano con mi cara, pero al darme vuelta vi venir a cinco mil monos al grito de «¡Vamo’ lo’ estón!», y entendí que lo mejor era correrse de esa manada de rolingas que habían forzado las vallas de contención en Libertador y venían corriendo para entrar de guapos al estadio de River. Lo miré a mi hermano, él no me miró (porque de noche no ve bien), pero telepáticamente coincidimos en retirarnos heroicamente del lugar, o sea, completamente derrotados.
Ya en la avenida, cuando nos subimos al colectivo, el chofer nos hizo bajar porque el certificado de mi hermano estaba vencido, pero bueno, como mi hermano no ve… Le dije al chofer que era otro flor de hijo de puta más que ejercía su derecho a marginar, mientras que mi hermano, siguiendo con la bronca por no haber podido entrar al estadio, me dijo: «El flequillo no cuenta como discapacidad, pero ellos entraron igual...», y nos fuimos, cansados y lentos, hacia General Paz.
Y justamente, en un semáforo, un cartel que propagandeaba el recital me hizo pensar que era lógico no haber entrado: esa lengua, enorme, parecía sacarse sólo para nosotros dos.