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Es la historia de dos desconocidos que iniciaron una experiencia de pocas palabras y un amplio espiral de sentidos. Eran estudiantes del mismo instituto y cursaban juntos la clase de psicología colectiva. Grandes observadores de lo indecible, lo natural y de si mismos, conocían muy bien los gestos del otro, la sonrisa, la mirada, el aroma al pasar. Como dos niños ingenuos, a veces con vergüenza, otras veces con mucha expresión, crearon un mundo de sentidos que los dejaba jugar libremente en una realidad llena de misterio.
Un juego que los invitó a conocerse con enigmas y silencios. Mensajes que ella encontraba en su cartera: "superfluo: no necesario, que sobra" y "me hubiera gustado conocer a alguien que pudiera entender más allá de lo que me han entendido." El sabía quien era ella. Ella sospechaba hasta el día en que decidieron encontrarse.
Ella lo esperó a orillas del río un día de viento. Él llegó más tarde. A lo lejos pudo distinguir su pelo, su barba, su manera de andar. Era el desconocido que ella tanto conocía. Se saludaron con un beso ingenuo y una sonrisa transparente, se sentaron a mirar el río con las piernas colgando y hablaron lo necesario. El sonido del silencio empezó a hacer su alquimia y sin palabras se dijeron. Se agarraron de las manos y por varias horas no se soltaron. Sus manos bailaron hasta que se fue el sol. Manos que hablan, con caricias, golpecitos, apretones… Manos que dicen, suaves, ásperas y ágiles. Manos que transmiten, extensiones del cuerpo, vehículos… una conversación y un contacto a través de las manos, sólo las manos.