Estiba la leña que arde en el hogar, estíbala con ahínco
En doce carbones habían devenido los únicos fósforos de la casona sellada. Inútilmente Natasha volvió a probar la pesada puerta de madera, y cayó de rodillas dando un grito vitricida de desesperación e impotencia. ernesto acudió a ella raudo, y dándole el soporte de sus manos en los codos, la ayudó a incorporarse. Yo observaba a mis hermanos como si ya fueran ambos un recuerdo y como si un recuerdo fuera yo también.
En un rincón del gigantesco comedor, cuyas paredes húmedas recordaban a un patíbulo de guerra civil, nos sentamos muy juntos para ahuyentar el frío. Una fina lamina de hielo cubría el piso da la casa toda, pero más agudos y gélidos nos parecían los apagados sollozos de Natasha, que dormía sobre mi campera cubriéndose con la de ernesto. Ahora únicamente nos restaba mirar cómo sus lágrimas se congelaban antes de llegar a sus labios.
Un espeso vapor escapaba de nuestras bocas. ernesto sacó de su bolsillo un manojo de billetes arrugados y me dedicó una sonrisa larga y triste. Habíamos decidido no quemarlos y ahora no recordábamos porqué. Yo extendí mi mano y tomé algunos para meterlos en las medias de Natasha con la esperanza de que la insularan del frío, pero ernesto me detuvo por miedo a que la despertara.
Horas antes, cuando el sol aun se filtraba entre los tablones que tapiaban el ventanal, habíamos sentido el enojo y la furia. Pero dichas emociones habían muerto con el día, dejando sólo la desesperación y la amargura infinita. Dormimos los tres enmarañados.
Nos despertó el sol del mediodía, nos miramos las caras ulceradas con los ojos llenos de arena. El vasto desierto nos había vencido. Sólo nos restaba mirar como las lágrimas de Natasha se evaporaban antes de llegar a sus labios.
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