Cordones
Lo busqué entre el amontonamiento pero no pude verlo. Apenas podía respirar, los ojos llorosos por el humo tampoco me dejaban ver bien. Sentí un brazo entre las piernas que me levantó en el aire y caí sobre la montaña de gente que se había trabado en la puerta. Pisé brazos, cabezas pero no salí porque no lo veía y no podía salir sin él.
Miré hacia el escenario y ahí estaba, a cinco metros de mí, de la muralla humana. Tenía que verme así que empecé a gritarle. “Samanta, Samanta, acá estoy”, me dijo llorando. Los cuerpos debajo mío se peleaban por salir y yo entraba. Era como ir contra la marea atado a un paracaídas abierto.
Uno con la remera en la boca me agarró del cuello y me sacó. Ahí al fondo, mi novio se hundió gritando “¡Samanta volvé!”, entre piernas que le pisaban el pecho para impulsarse a la salida. El de la remera me tiró en el piso boca arriba y me apoyó la cabeza en el cordón de la vereda. Cuando me incorporé tenía encima una mujer con guardapolvo blanco que me limpiaba el cuello con una trapo húmedo y me preguntaba si estaba conciente, “cómo te llamás, cuántos años tenés, podés respirar, te pica, vení que te llevo, subí a la ambulancia, ¡Pedro, dale que ya somos cinco acá arriba no entra nadie más! ¿Y a vos qué te pasó, mi vida? Pedro esto es un desastre, no doy abasto. Apurate si podés... chicos, chicos, ¿qué hicieron? ¿qué hicieron? ¡¡Qué desastre, por Dios!! No sé por dónde empezar, Pedro... no sé por dónde empezar...”
Esa fue la última vez que lo vi, entre piernas y humo negro.
Miré hacia el escenario y ahí estaba, a cinco metros de mí, de la muralla humana. Tenía que verme así que empecé a gritarle. “Samanta, Samanta, acá estoy”, me dijo llorando. Los cuerpos debajo mío se peleaban por salir y yo entraba. Era como ir contra la marea atado a un paracaídas abierto.
Uno con la remera en la boca me agarró del cuello y me sacó. Ahí al fondo, mi novio se hundió gritando “¡Samanta volvé!”, entre piernas que le pisaban el pecho para impulsarse a la salida. El de la remera me tiró en el piso boca arriba y me apoyó la cabeza en el cordón de la vereda. Cuando me incorporé tenía encima una mujer con guardapolvo blanco que me limpiaba el cuello con una trapo húmedo y me preguntaba si estaba conciente, “cómo te llamás, cuántos años tenés, podés respirar, te pica, vení que te llevo, subí a la ambulancia, ¡Pedro, dale que ya somos cinco acá arriba no entra nadie más! ¿Y a vos qué te pasó, mi vida? Pedro esto es un desastre, no doy abasto. Apurate si podés... chicos, chicos, ¿qué hicieron? ¿qué hicieron? ¡¡Qué desastre, por Dios!! No sé por dónde empezar, Pedro... no sé por dónde empezar...”
Esa fue la última vez que lo vi, entre piernas y humo negro.
5 comentarios:
Muy bien, Funes. Se me eriza la piel.
Si, muy fuerte.
me dio como una descarga.
la voz de los caídos.
La voz de los caídos vendría a ser lo que busco. Que sea fuerte. Que se te erice la piel... sí, sí; gracias, chicos, porque me dejan probar y aunque sean 300 caracteres, su devolución ayuda a crecer.
Pero gracias a vos, Funes.
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