Una raya más del tigre - II
Viene de acá
Les abrí la puerta porque me dio vergüenza decir que estaba cagando. Podría haber gritado que me dejaran defecar tranquilo pero no. Iba a ser mi segunda vez con la cocaína así que me dio vértigo y pensé en la cantidad de merca que se importa desde Colombia. Imaginé la cantidad que compran los yanquis, que aparece en el final de Scarface, que mi amigo de Congreso vende por día y también en la enorme cantidad de merluza que tomaba Gardel. Así, después de un ratito, me sentí un poco mejor. No del todo. Pero ayudó a picarla sin demasiada culpa. Me dieron una Visa Electrón del Banco Francés. Ahora, cada vez que alguien paga con una tarjeta del Banco Francés, siento un ligero sudor en la nuca que me revienta de alergia la nariz y me provoca estornudos.
La piqué un ratito y la cedí. Por una cuestión de costumbre me aparté y les dejé a los adultos el juguete para que se divirtieran tranquilos.
-Hacé tres líneas, culiao. ¿Me viste cara de sirvienta?
No puedo decir que salieron parejas. No soy muy justo que digamos. Armé algo parecido a tres palitos romanos y cuando me estaba por levantar me acercaron un billete de diez pesos.
¿Sabés qué no puedo quitarme?
La costumbre de hacer rollitos con los billetes de diez pesos. No sé si es el color marrón clarito que tanto me gusta o el hecho de recordar aquellos hermosos días en los baños del Abasto tucumano ahora que el Gobierno lo inhabilitó de la noche a la mañana por la muerte de una chica por sobredosis. No tengo ni la más remota idea si es la extraña sensación de meterte un cubanito en el nazo con olor a billete usado por andá a saber cuántas manos que pasan por bolsillos, culos y detergentes pero lo cierto es que no puedo quitarme la costumbre hacer rollitos con los billetes de diez pesos.
Lo saco, lo enrollo, lo desenrollo y lo vuelvo a guardar en la billetera. Es una costumbre secreta, no compartida... con nadie.
Bueno, hasta ahora.
La sensación de intimidad que me contagian los billetes de diez pesos enrollados es tan fuerte que, si estoy solo, me lo llevo a la nariz y aspiro con fuerza hasta sentir cada una de las huellas digitales que se grabaron en la vida del papel moneda a lo largo de su historia. No lo puedo evitar.
-El culiao las hizo desparejas, Perro.
-Nimporta. La más gruesa es para él porque es el invitado.
Le photographe me acuchilló con su envidia pero no me importó. Con media sonrisa en el orto y un poco de tembleque en las manos bajé la vista, enrollé el billetito marroncito y me lo puse en la nariz. Los miré con el billete colgando y murmuré Salú antes de acercar el borde del canuto a la línea más gruesa de falopa justo en el momento en que alguien golpeaba la puerta del baño tres veces. Me acuerdo que fueron tres porque si hubieran sido cuatro me internaban en un manicomio con la cara rasguñada por la desesperación.
El que golpeó la puerta no sonó muy amigo ni muy tucumano que digamos; los golpes fueron típicos de un porteño de mierda, privilegio del que me creía ganador por afano. Privilegio que, en esta ciudad de mierda, cuesta mucho trabajo mantener.
La piqué un ratito y la cedí. Por una cuestión de costumbre me aparté y les dejé a los adultos el juguete para que se divirtieran tranquilos.
-Hacé tres líneas, culiao. ¿Me viste cara de sirvienta?
No puedo decir que salieron parejas. No soy muy justo que digamos. Armé algo parecido a tres palitos romanos y cuando me estaba por levantar me acercaron un billete de diez pesos.
¿Sabés qué no puedo quitarme?
La costumbre de hacer rollitos con los billetes de diez pesos. No sé si es el color marrón clarito que tanto me gusta o el hecho de recordar aquellos hermosos días en los baños del Abasto tucumano ahora que el Gobierno lo inhabilitó de la noche a la mañana por la muerte de una chica por sobredosis. No tengo ni la más remota idea si es la extraña sensación de meterte un cubanito en el nazo con olor a billete usado por andá a saber cuántas manos que pasan por bolsillos, culos y detergentes pero lo cierto es que no puedo quitarme la costumbre hacer rollitos con los billetes de diez pesos.
Lo saco, lo enrollo, lo desenrollo y lo vuelvo a guardar en la billetera. Es una costumbre secreta, no compartida... con nadie.
Bueno, hasta ahora.
La sensación de intimidad que me contagian los billetes de diez pesos enrollados es tan fuerte que, si estoy solo, me lo llevo a la nariz y aspiro con fuerza hasta sentir cada una de las huellas digitales que se grabaron en la vida del papel moneda a lo largo de su historia. No lo puedo evitar.
-El culiao las hizo desparejas, Perro.
-Nimporta. La más gruesa es para él porque es el invitado.
Le photographe me acuchilló con su envidia pero no me importó. Con media sonrisa en el orto y un poco de tembleque en las manos bajé la vista, enrollé el billetito marroncito y me lo puse en la nariz. Los miré con el billete colgando y murmuré Salú antes de acercar el borde del canuto a la línea más gruesa de falopa justo en el momento en que alguien golpeaba la puerta del baño tres veces. Me acuerdo que fueron tres porque si hubieran sido cuatro me internaban en un manicomio con la cara rasguñada por la desesperación.
El que golpeó la puerta no sonó muy amigo ni muy tucumano que digamos; los golpes fueron típicos de un porteño de mierda, privilegio del que me creía ganador por afano. Privilegio que, en esta ciudad de mierda, cuesta mucho trabajo mantener.
3 comentarios:
uh.. ahora me quede con toda la intriga..
Ja... no es para tanto, Ernesto... pasa que me toca una vez por semana y me divierte escribir esta historia que seme hizo bastante larga, por eso la partí.
Saludos.
Volvé pronto que hay varios textos muy buenos.
VAN A TENER QUE SER TRES.
Para cuando publiques las segunda parte..
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